Firmas con sello de lujo. Tomás Paredes

 

El dibujo: Pedro Martínez Sierra

 

El seis de octubre se inaugura en Ávila, Palacio Los Serrano, una retrospectiva del dibujo de Pedro Martínez Sierra, propuesta por la Fundación Ávila. Coinciden en ella dos hechos insólitos: una institución que apuesta por el dibujo y una obra fundamentada en el desarrollo de su esencia. En medio del naufragio cultural que vivimos, en el mundo del arte, resulta conmovedor encontrarse con este acontecimiento, por lo que felicito a la Fundación Ávila y a sus responsables por hacer posible la publicitación de esta obra excepcional.

 

Autorretrato en fotografía

 

Sin atisbo alguno de ironía o doble sentido. Defender el dibujo es fundamental, no sólo por lo que representa respecto de la configuración de la forma, sino porque se está abonando su desaparición. Encontrar hoy un arquitecto que dibuje o un pintor que lo haga, con prosapia, es empresa arriesgada y dificultosa, cuando no imposible. ¡Hasta catedráticos hay, en una Facultad de Bellas Artes, que estiman más importante saber coser que dibujar! Y no quiero decir más. Por ello y por la entidad plástica que ensalza es importante esta muestra.

El arte está ejecutado por el hombre y es para el hombre. Al margen de toda elucubración, algunas incluso atractivas, el arte se hace para impresionar al hombre, por distintas causas y variados cauces. En consecuencia, hablemos primero del artista, de quien se expresa a través del dibujo, en este caso; luego, de la obra.

Lo que más admiro en Martínez Sierra es su fundada rebeldía. Rebelde de carne y hueso, saboreando el triunfo y el fracaso, el dolor y la gloria, el arcano y el esfuerzo. Todo ser se ilumina en el halo de su misterio. Emotivo, mágico, lúdico, exergónico, cántico. Vuela con el carboncillo tatuando el papel de vida. Es chispa que enciende el fuego, resplandor de lo hondo, el azul del cielo en el fondo del pozo, perito en identificar una cartografía de las emociones.

Siempre tuvo una cabeza caravaggesca, o de efebo dórico, la sigue teniendo, ya de plata coronada. Aquí se muestra un autorretrato fotográfico, soberbio. Se creería que está peleado con el mundo, pero jamás dejó de asirse a la ternura. Trazo puro nervio, fuerza furia fiera, sus huellas dejan surcos y establecen un código de heridas y caricias, de cuerpos contorsionados, listos para saltar, pero contenidos en el fulgor de su viveza. Impulsivo, decisivo, resuelto, convulso, es el hombre camusiano penitente, fedatario, confidente del hermetismo. Brillante, arbitrario, augural, deslumbrante en sus zigzagueantes decisiones plásticas.

Diríase más alto de lo que es, ascensional, sarmentoso, impetuoso, pólvora que estalla en una ambueza de jazmines. Un punto seco, cortante, distante, adusto, como si tuviere necesidad de construir un escudo para proteger su intimidad, donde un rescoldo cenagoso aviva su mordacidad y su claridad entre las sombras; sus dudas y sus certezas. No dibuja lo que sueña, dibuja para soñar, para inaugurar esquejes a las sensaciones.

“La bicicleta”, 100×70 cm, dibujo a carbón y lápiz conté, 1981

 

Siempre a caballo del recuerdo y la esperanza, del escozor y la ansiedad, de la desazón y la intuición, de la luz y las tinieblas, del rito y del mito, de la aspereza y la meguez. Destino contradictorio para un corazón claro, transparente, lacerado, hambriento de darse al por mayor, pero condenado a gotear secretos expresionistas, a buscar a tientas la realidad. En la noche de su adolescencia se fragua la ambición de su madurez.

Aislado, huido, secluso, iba para galeno, pero su rebeldía nazarena acabó inventando formas al sufrimiento, al amor, a las contiendas que los hombres se empeñan en prolongar sin porqué. Administrador del espacio, hace que los cuerpos y las almas se retuerzan exornando imperiosos el carnaval del tiempo; cuerpos y almas que se purifican en el crisol de su idiolecto. Apabullante, sobrado, tímido, en guardia, en celo.

El gesto y la mirada le delatan, no puede fingir, es fieramente humano, duro e imbele a un tiempo, porque aquel que viene del dolor nunca deja de ser vulnerable, nunca dimite, aunque sueñe que es un minotauro, aunque sueñe, aunque tenga todo el derecho del mundo a aparentar una solidez, que termina siendo deleznable.

El trazo sagaz, limpio, impío o benevolente; la mano dúctil a los dictados del cerebro. El corazón es aquí un invitado que se altera o se sosiega sin variar el curso de la sensación. En la agresiva sintaxis de su expresividad, pasamos sin solución de continuidad del endecasílabo al verso de pie quebrado, de la caricia al filo de la navaja, del calor al frío, del sol a la nieve.

El dibujo como un grito, una danza con piruetas y desplantes, exprimiéndose, dándose, girando como un animal que quiere zafarse de la muerte. El dibujo como un manifiesto sin palabras, en cueros, en los huesos, descarnado, histriónico, hirsuto, irónico, agónico. El dibujo no como soporte, sino como juramento, como deseo inconfesable, obsceno y sensual como la lujuria. Lujuria sobria, ascética, provocadora, diáfana, pasional, tal una oración o una blasfemia.

“La contorsionista”, 24×33 cm, dibujo a carbón y lápiz conté, 1990

 

De inicio, el aprendizaje, la ambición de arrancar sus secretos al natural, obsesionado con ir más allá. Desde 1974, sin modelo, profundizando, metido de hoz y coz en descubrir el misterio, en colocarse en las fronteras del paraíso, arañando hasta descarnar para enseñarlo todo, enseñando a vivir en las fronteras

Taxidermistas, equilibristas, palafreneros, izas y rabizas, comblezas y amantes del precipicio. Hombres, mujeres, bestias, bajo el escrutinio del carboncillo, de la perspicacia, analizados sin consuelo ni traición. Escenas que podrían ser retóricas pero que acaban proponiéndose trágicas, anunciando el naturalismo de la poesía esquilea, del expresionismo limpio y duro.

Imágenes látigo, no complacientes, inquisidoras, de esas que meten los dedos en la llaga, sal en las heridas. Y todo ello con la mayor austeridad. Aquí la belleza está en la solercia de la ejecución, en la materialización del proceso, no en el icono; en la manera de destruir la forma para instituir la sensación, en el estilo que deja constancia de un estado de ánimo.

“El sueño del palafrenero”, 24×34 cm, dibujo a carbón, 2004

 

Hay sentimientos y sensaciones que no caben en la estrechez del currículo. Como su decisión de ser cuando lo tenía todo en contra; su pasión por decirse en el dibujo, por mostrarse tal cual y no como parecía. Su soledad en los momentos más festivos, su soledad siempre. La de ser el catedrático de Dibujo más joven de la Complutense. La dedicación de su vida a la docencia del dibujo, el recuerdo de algunos de sus alumnos de que era el único profesor que dibujaba in situ, en la clase, a cuerpo gentil con el carboncillo en la mano.

 Hay sucesos de la vida que no tienen su lugar en una fría relación de hechos. Su participación y dirección de tesis doctorales, su labor en tribunales y jurados, su pertenencia al Comité de ARCO, hasta que no pudo soportar el espectáculo, la confusión de arte y cultura. Son numerosos los textos y ensayos de su autoría, en volúmenes propios o en colaboración acerca del Dibujo. Sus clases, sus conferencias, los galardones recibidos.

“Macaco”, 97×67 cm, dibujo a carbón y lápiz conté, 1989

 

El espectador tiene el privilegio de poder contemplar, en Ávila y hasta el 19 de noviembre, una panorámica de la obra dibujística de Martínez Sierra. Bien es verdad que a zancadas porque las obras están fechadas entre 1974 y 2020, si bien algunas se muestran por vez primera. Pero, son más que suficientes para tomar conciencia de su mundo y conocer su radical expresionismo: su íntima mismidad, su íngrima sensibilidad, la virtud de su línea. No puedo silenciar que la fotografías de los originales se deben a Pedro de Agustín.

En una entrevista que le hice en El Punto de las Artes, 25.II.05, aseguraba: “Dibujar bien no es acertar, es resolver”. Acertar no es lo primordial, tiene connotaciones azarosas, casuales. Resolver alude a establecer un orden conjugando forma y espacio con el tiempo. La fidelidad del dibujo no está en lograr el parecido, sino en mostrar el profundo sentido de las cosas, como definía la poesía James Joyce.

Martínez Sierra no ha hecho más que diez muestras personales desde 1973 al presente. Eso no le ha impedido ser premiado, ni tener una dimensión y una presencia en el dibujo del último cuarto de siglo. Siempre se ha alejado del mercado. Las dinámicas burocráticas no van ni con este hombre ni con esta obra. Pinta al óleo, a la acuarela, a la aguada, pero cuando dibuja se vacía, se atreve a revolucionar: es un transgresor, un chamán de la figuración, un ángel del expresionismo.

Por encima de la admiración a Hans Baldung Grien, a Durero, Goya, Egon Schiele o Balthus, está la fuerza de su carácter, sus demonios interiores que guerrean con la memoria y con los símbolos, con la vida y con la muerte, con la tradición y su renovación. En el colofón de su catálogo de la exposición que hizo con Ángeles Penche, Madrid 2005, colocaba una cita de Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal: “Ten cuidado, cuando expulses a tus demonios, de no expulsar lo mejor que hay en ti”.

“Taxidermista con lince”, 48,05×48,05, dibujo a carbón, 2002

 

Todos vivimos con el peso de nuestra historia y sus avatares, que nadie conoce mejor que uno mismo.  Pedro une el desparpajo visionario de Rimbaud al carácter indeleble de Nietzsche, armoniza la gracia de una mano prodigiosa con los demonios interiores en un discurso genuino, expresivo, profundo, brillante y agónico. Tiene un yatagán de seda en las flores de sus manos.

El dibujo es arte, el arte es hijo de la sorpresa de los sentidos bien afinados, no es ocurrencia, ni milagro, sino conjunción de emociones y necesidades expresivas de las últimas habitaciones del palacio del hombre. El pensamiento ordena para responder, el dibujo conjuga para resolver. Una línea es capaz de retratar el mundo, un carácter, un prodigio, el juego de un mago. Con la austeridad de una línea identificadora no puede competir ni el deslumbre del color.

“Eros y Tanatos”, 24,5×34,5 cm, dibujo a carbón, 2020

 

Los poetas se expresan con palabras, lustrando con ambrosía sus sensaciones; el músico con sonidos; el cineasta con una sucesión calibrada de imágenes; el dibujante con líneas de luz, o bistres, que abren puertas al instinto, a la razón, a la sazón. Tenemos ante nosotros un muro infranqueable, pero queremos traspasarlo, ver la otra orilla, y ahí juega el arte un papel determinante, no por lo que nos muestra, sino por las herramientas que nos facilita para cumplir nuestros retos.

Quien practica el dibujo anhela la perfección, no formal, sino expresiva; la expresión idónea y definitiva. Y sabe que el fulgor no llega cuando uno quiere, sino, a nuestro pesar, cuando se conjugan el cerebro, la mano, la sensación y la sensibilidad y se conjuran para hacer danzar los sentidos con la armonía precisa de la inocencia. Y esos son los territorios que transitan estos dibujos de Martínez Sierra, esquivos, contorsionistas, dolientes, victoriosos o domeñados por sus virtudes originarias.

                                                                                                                   Tomás Paredes

                                   Presidente H. Asociación Española de Críticos de Art/AICA Spain

 

 

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