Firmas con sello de lujo. Tomás Paredes

 

Las palabras

 

 

“Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas” asegura Pessoa, Libro del desasosiego. Las palabras son hurmiento expreso de lo que sentimos, concreción de lo que pensamos y deben ser emblema de nuestra elegancia. Concretan idoneidad, precisión, rigor, transparencia. Si no es así, estamos haciendo mal uso de ellas, mostrando nuestra ignorancia, acreditando estulticia. (Deber + inf.= obligación; deber de + inf.= posibilidad o suposición).

El nivel cultural de nuestra sociedad es calamitoso. Y más grave respecto de las personas o profesionales que viven de ahormar, gestionar o difundir cultura. Se editan muchos libros, ¿se lee tanto? Desde hace algún tiempo, las ruedas de prensa se colman de aplaudidores ¡Desconcertante!

En el MNCARS, después de cinco años de preparación, se presenta un galimatías difícil de asimilar: ¡Maquinaciones! -¿es normal que dure sólo dos meses?-Saludó el nuevo director y terminó con aplausos, sin justificación alguna. Habló Teresa Velázquez y lo mismo. Pero, ¿quién aplaude? ¿El periodista al que convocan? No; aplaude una claque -¿becarios, empleados?-, que estos funcionarios utilizan sin arrobo. Ha sucedido igual en la presentación de la expo temporal en la Galería de las Colecciones Reales.

Entras en una galería de arte y te entregan una hoja de sala diciéndote lo que debes entender. Te envían una publicación con un resumen de lo que debes decir. Para los medios la cultura es una maría ¡Vamos bien! Cualquier político, aunque sólo sea para saludar, tiene que sacar unas cuartillas que le han escrito y leer. ¿Puede empeorar?, Si, claro, lo que es susceptible de degradarse, acaba degradándose.

¡El colmo, Yolanda Díaz, cuyas charletas gesticulantes provocan alipori! ¿No le da vergüenza a esta señora mostrar su analfabetismo con tanto descaro y obcecación? No conoce las palabras, dice lo contrario de lo que pretende, pero sonríe. Rosa Belmonte, con solercia y sorna, le hacía un retrato, poco ha, que asumiría complacido Groucho Marx. ¿A qué Marx ha leído la Sra. Díaz si es que ha leído algo?

Alaíde Foppa

 

Si Alejandra Pizarnik aseguraba que su gran amor había sido “su amor por los espejos”; mi idilio ha sido con las palabras. Desde la adolescencia he leído con diccionario al lado. Lo sigo haciendo. Palabra que ignoro, a buscarla, no debe darse nada por asimilado si no comprendemos lo que leemos. Existen unas 94.000 palabras en nuestra lengua, referencia DILE. Nadie las conoce todas, pero hay que esforzarse en saber qué leemos y qué comunicamos. Nuestro Juan Luis Vives sabía que “No hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras”.

Todos coincidimos en qué es una palabra: un sonido autónomo que identifica un objeto, natural o artificial; que nombra una acción, real o abstracta; una sensación; y se representa mediante signos. Luego vienen los filólogos y marcan territorio; para ellos es una “unidad de significado”; segmento del discurso unificado; unión de lexema y morfema; unidad léxica conformada por un sonido o más, con significado fijo y una categoría gramatical; todavía, unidad lingüística significante, que se representa en letras. Entre los sinónimos: voz, término, vocablo, expresión, palabro… Esta última, no me place, denota tosquedad y se confunde con palabrota.

Su etimología parte de parabolé griego- comparación alegoría-, para pasar al   latín –paraula, parabola– al castellano medieval- parabla– y a hoy. Cambio exiguo en veintitantos siglos. El lenguaje común va moldeando, con el uso, las palabras, creando otras o alterando su contenido. Nadie como los poetas para su invención. Azorín no inventa, precisa, restaura, sajela, revive. Valle es una almáciga de voces. Para Cesare Pavese “le parole sono il nostro mestiere”. Son más que artesanía, más que oficio.

Toda lengua tiene palabras genuinas, singulares, maravillosas. En sueco, gokötta, identifica la acción de levantarse al amanecer para oír el trino de los pájaros. Cuando no tenemos palabra para identificar algo y, en otra lengua existe la idónea, lo pulcro es adoptarla, como homenaje y reconocimiento. Lo grosero, lo inadmisible es aceptar una palabra de otra lengua, cuando existe en la nuestra para lo que nombramos No hay palabras hideputa, todas tienen padre, origen reconocido: lo decía Viola de los artistas.

Eunice Odio

 

Algunos escritores, aficionados o furtivos distinguen entre palabras hermosas, feas, poéticas, detestables…Es un hecho cultural, legítimo, pero confuso. Objetivamente, no hay buenas y malas palabras, pero en ámbito subjetivo sí. Le oí, en ocasiones adunia, a José Hierro renegar de la palabra entrañable, a mí tampoco me gusta, aunque se utiliza con un noble sentido de intimidad.

Hay palabras preciosas en español: justicia, alhucema, ángel, duende, como encanto inefable; meguez, serendipia, inocencia, xecudo, limpio, flébil, ternura, ñamería, muy usada en Panamá, vale por privación de juico, locura. Poetas hay que no hacen distingos, defienden que cualquier palabra puede ser válida para la poesía, es el caso de Francis Ponge. Otros, por contra, marginan ciertas voces y muchos tienen una calántica de términos que utilizan con insistencia en sus poéticas.

No hay palabras feas, ni malas; sí, desubicadas, pronunciadas a destiempo. En referencia al sexo se percibe con nitidez: hay un lenguaje científico, culto; otro, educado; aún, erótico; y todavía, uno grosero. Su empleo depende de las circunstancias, si te equivocas en su uso, lo culto puede resultar cursi, lo erótico ridículo y lo inadecuado soez.

Hay palabras hechiceras, que echan a volar sus reflejos, como un farolillo iluminado zarandeado por la brisa, por su musicalidad, por su estructura, por su claro colorido:  primor, colaudar, melarquía, lisura, lígrimo, reluctancia, procrastinar, imbele, segismundear, albanega, zahareño, entrelubricán, adehala, enlabiar, azorero, perlesía, ambrosía… deslumbrantes con independencia de su significado.

Tapa 1ª edición, Eunice Odio, En defensa del castellano

Libro de Sonetos de Edward Degas

 

Es fundamental hablar, escribir, con propiedad, sin ambigüedad para entendernos; aspirar a la belleza para elevarnos. No menos importa conocer el significado de las palabras. De lo contrario, sólo mantendremos diálogos para besugos, astracanadas inútiles, tipycoladas hilarantes. Preferible conocer pocas palabras bien que muchas mal.

Se cumple, 8.VI.23, el sesquicentenario del nacimiento de Azorín. El autor de La ruta de Don Quijote esculpió un monumento, aere perennius, a la palabra. ¡Qué inmenso poeta sin haber escrito un verso! Algunos, que le han leído con prisa, dicen que gustaba de las palabras raras. ¡Qué ceguera! Buscaba hasta encontrar la palabra idónea, la ajustada, la cabal, la originaria. Como su amigo y admirado Juan Ramón Jiménez: ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!

Ortega y Gasset le llamó: ¡Poeta de la costumbre! Hay cientos de razones para leer a Azorín, hoy cuando yo lo leo, sobre todo, por su amor a las palabras, por los horizontes que nos proporciona, por la limpidez, por deleitar enseñando, por su rigor expresivo. No busquen argumentos espectaculares, pero si aman la luz profunda de la sencillez, ahí están Al margen de los clásicos, Doña Inés, Pueblo…

 

Azorín posando ante el retrato que le hizo Ignacio Zuloaga

 

Lo cuenta Paul Valery, el manuductor de la poesía pura. Degas, el célebre pintor de las bailarinas, Edgar Degas, era un fiel y ducho poeta. Le costaba escribir, si encontraba dificultades, recurría a la opinión de sus amigos, entre ellos Mallarmé (1842-1898). Una tarde le comentó a Stephane Mallarmé: “No me explico por qué no consigo terminar mi poemita, cuando estoy lleno de ideas”. A lo que contestó Mallarmé: “Pero, Degas, los poemas no se hacen con ideas, se hacen con palabras”. Una sentencia que ha propiciado miles de páginas y exégesis.

Las palabras son mariposas iridiscentes que revolotean ante nosotros. Nos cabe la obligación y la satisfacción de distinguirlas, de ubicarlas, de abarloarlas, de provocar la chispa uniéndolas y alternándolas. Es preciso leer con acuidad para conocer palabras y aprender su empleo correcto. Algún escritor afirma que es un don. No, no nos viene dado por el ala de un ángel, ni por los dioses. Hay que saber leer, comprender su contenido, su significado, su raíz.

Paul Valéry. Técnica mixta sobre papel. Albano 2020

 

Jean Paul Sartre (1905-1980), filósofo marxista y gran escritor, existencialista, ya cincuentón, publicó Les mots, 1963, libro sugerente, esplendente, inteligible, diáfano. Una suerte de memorias de iniciación, dónde narra sus comienzos, rodeado de libros, que le marcarían de por vida. Ahí vemos como las palabras fortalecen y dignifican una ambición expresiva, una vida dedicada a la acción del pensamiento.

El poeta chileno Nicanor Parra, proteico, huraño y prestidigitador, pregonaba: “El poeta no cumple su palabra si no cambia el nombre de las cosas”. Es decir, una de las misiones fundamentales del poeta es nombrar, decir como nadie antes había dicho, con meguez e idoneidad. Conocí a Parra, hablaba poco, se fijaba mucho y elevó la sátira a una altura que no había tenido desde el tiempo de Juvenal. O de Quevedo.

El 6 de noviembre de 1970, en Excelsior, México, Salvador Elizondo lanzó un brindis al sol, una ocurrencia provocadora sobre la incapacidad del español, para expresar ideas abstractas, lo que había impedido “una más limpia traducción” a José Gaos de la obra cumbre de Heidegger. Sólo Eunice Odio, la poeta de esmeralda y ascuas, la pantera del tránsito del fuego impló, contestando al exabrupto con un panfleto categórico, En defensa del castellano, edición de Alejandro Finisterre, 1972.

Ahora, Los tres editores, con rubro otro, La lucha por la lengua, y prólogo prescindible de Constantino Bértolo, lo reedita. Es una ocasión ideal para acercarse a la vida y obra de Eunice Odio- no, no es un pseudónimo-. “Asesinada por el agua”, como escribe Díaz-Casanueva, tuvo un vivir trágico, duro, azaroso, árido, ríspido, hasta morir abandonada del destino y del hombre, putrefacta.

Eunice Odio (Cosa Rica 1919-México 1974) debería estar en un altar para los 600 millones de hispanohablantes. La poeta de los magnéticos ojos verdes cantó como manucodiata, exótica; pensó, sufrió y nos legó un sentimiento de esplendor y valentía. Fue costarricense, guatemalteca, mexicana y el límpido jazmín con aroma más profundo del español. Es una referencia para las dos orillas del idioma. O busquen denodadamente  Las palabras y el tiempo de Alaíde Foppa, ¡se estarán premiando!

América española es nuestro granero del idioma. Sé que el lector lo sabe, pero insisto. Nuestra relación consiguió una mezcla humana que ningún otro conquistador logró. Las palabras lo delatan: la mezcla de español e indio da un mestizo; negro y español: mulato; mestizo e indígena: cuarterón; mulato y español: morisco; morisco y español: albino; mestizo e indígena: cholo; negra e indio o al revés: zambo; indígena y chino: zambaigo; chino y genízaro: albarazado…

La mer, la mer. Técnica mixta sobre papel. Albano 2020

 

Desde que los poetas latinoamericanos han dejado de mirar a España, para embobarse con EE.UU., su poesía ha perdido y ellos también. Por una simple cuestión de lenguaje. Lo que dice Eunice Odio de Góngora, hoy no lo pueden decir los poetas suramaricanos porque no leen a los faros líricos del español. ¿Si Vallejo hubiere mirado a los poetas usamericanos habría podido escribir Trilce? Y Enrique Molina, ¿dónde miraba cuando escribió Las cosas y el delirio?

Todas las palabras son limpias, no las empecinemos, no las manoseemos con inventos ideológicos y sordideces. Y a los escritores, ¡no oscurezcan, hay magia más allá de las tinieblas! Para Paul Celan: “Cada palabra, incluso la aparentemente más ínfima, busca relaciones, tiende al lenguaje”. Claro, una palabra es la llave, el resto son la ventana que abre esa llave, para ofrecernos unas vistas impresionantes. Abundando, Virginia Woolf asegura que “las palabras se pertenecen unas a otras”, se buscan, se quieren o se repelen, para hacer lenguaje y entendernos. ¡Es lo que hace falta, por encima de todo, entendernos!

La french theory y sus descomposiciones han estructurado un buen pandemónium -¡vean Maquinaciones en el “Reina Sofía”- No trato de demonizar nada, sino de huir de la ambigüedad y del mariyolismo, alentando la claridad. Dejemos los trabalenguas, que caricaturizaban Tip y Coll, las peroratas de Antonio Ozores  y disfrutemos entendiendo lo que oímos y leemos ¡Perdamos el miedo a manifestar nuestra impresión, cuando no entendamos qué se nos dice, porque quién habla lo hace a tontas y a locas o por boca de ganso! J.M. López Reina sabe que la belleza es una aspiración, ¿por qué renunciar a ella con la palabra, la imagen, el sonido, el movimiento o la bondad?

 

                                                                                                                Tomás Paredes

                                                                                              Presidente de H. AICA/Spain

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