Firmas con sello de lujo: Tomás Paredes

Jean Anguera

La escultura en una milonga y siete tangos

 

La escultura no habla, pero dice; no suena, pero tiene melodía y entrelaza los cuerpos hasta borrar los bordes y convertirlo todo en naturaleza. No se mueve, pero tiene ritmo. Así la escultura de Anguera, con Laure al fondo, dentro. En Para las seis cuerdas, escribe Jorge Luis Borges: Milonga para que el tiempo/ vaya borrando fronteras.

Portrait Jean Anguera par Laure de Ribier

 

La milonga es baile emparentado con el tango, de cuerpos que se funden, vivo vaivén y sentimiento desbocado. Y es música, que surge de la guitarra.  Y es cante de ida y vuelta. Pepa de Oro la popularizó en su Cádiz, 1904, cuando la hizo flamenca sin dejar de americar. Pepa de Oro la bailaba con su canto haciéndola lisura.

La milonga nace del gaucho, áspera, pero se torna ternura, meguez. De la arquitectura mozárabe de la guitarra surge un misterio pampero, que se abraza al corazón hasta que la percepción estalla en una orgía de sentires y emociones. Estas piezas de Anguera tienen algo de mineral, de cante, de naturaleza que se hinca de rodillas para ser; de abrazo telúrico y humano, de encuentro de sensibilidades.        

El primer tango de Anguera es con el destino, lo musica el exigente bandoneón de Astor Piazolla. Ser nieto de Pablo Gargallo y dedicarse a la escultura ya es un tango canalla, provocador y suicida ¡Valentía rayana en la heroicidad o canto a la más acendrada inocencia! Mas, lo que parecía atrevimiento es ya celebración, pues Anguera ha pasado de promesa a presencia, de iniciante a iniciador, de sombra a resplandor. Ha logrado sacudirse esa pesada carga de la tradición y aflorar un lenguaje actual y personalísimo.

2001 Homme replié sur lui-même

 

Decía Enrique Santos Discépolo que el tango es “un pensamiento triste, que se baila”. Visto y oído, es más que eso, el tango es un deseo que bracea hasta dar forma y ritmo al sentimiento. Una coreografía que desconsuela y embravece, que desespera y fortalece, que se rinde a la belleza y al pensamiento, como el arte.

Con el arte danza Anguera el segundo tango. Ese milagro esquivo tan difícil de asir, tan misterioso y determinante. No es lo mismo descubrir el desierto que nacer en el desierto, ni cantar que ser canto. Naces en un medio y te habitúas a un modo de vida, pero cuando vas creciendo tienes que elegir. Ya no puedes mirar hacia los lados, tienes que ver en ti mismo, en tu interior.  Y es cuando te obligas entre la posibilidad y tu querencia, entre el jazmín y la basura, entre la presencia o el pastiche.

Oyes la música del arte, como melodía de alfoz, y buscas de dónde procede y no lo encuentras. Y luchas por saber qué pasa en ti y sólo averiguas que quieres conquistar la expresión libre de tus sentimientos. El arte es una aspiración, cuyo camino nos transforma, que no se danza sola. El arte como el tango es cosa de dos, o de más: una llama que ilumina, rescoldo ardiente; ascuas, no ceniza. Somos lo que hacemos.

El tango, ese que suena a que la vida va en serio, letra de Borges o de Greco, es el tercero y Anguera lo dibuja con la escultura. Ahora que hemos logrado con ahínco no saber qué es la escultura, porque todo es susceptible de ser escultura, viene Anguera con sus túmulos, sus plegarias, sus poemas de plata envejecida, y nos reta y nos para y nos dice: ¡atención a la sensibilidad, aquí hay algo que orienta el espacio y lo habita!

2013 Homme assis, entre air et terre

 

Si los idiotas supieran bailar tango, este no existiría, se habría transformado en un ajetreo vulgar sin cadencia y sin trasmundo, en un rozamiento sin hambre y sin magia. Lo mismo sucede con los que juegan con la escultura como si no tuviere entidad propia. No, no todo es escultura, la escultura es cultura y la decoración entretenimiento.

La escultura no depende del material que la soporta, sino de su relación con el concepto escultórico, que concita el movimiento, la presencia, el proceso, la orientación del espacio, la fuerza de su latencia, el ritmo de su concepción, la sensación de la materia que se eleva por encima de su materialidad y se hace vuelo. No es más moderna una videoinstalación que una escultura en piedra, ni un haz de tubos fluorescentes que un bronce. La dimensión está en lo que nos hace sentir, en la emoción y el misterio que contiene, en ubicarnos en las almenas de su castillo y permitirnos respirar aire puro.

El cuarto tango es esta primera individual en Madrid, Galería Leandro Navarro, C/ Amor de Dios 1, tlf.: 914 298 955, abierta entre mayo y julio. Un conjunto- dibujo, pintura y escultura- que nos permite disfrutar, oír todo eso que enriquece el melancólico fraseo musical que identifica lo universal, con letra de Homero Manzi.

Cuando uno accede a bailar este tango no sabe muy bien dónde se halla, pareciera una secuencia de vestigios primitivos, una expresión ancestral del bronce, que simula piedra, herida por milenios y sus avatares. Hombres que andan erguidos, mujeres en el regazo de la tierra, cantos cenicientos que emergen de un infinito. Es la grandeza de la soledad existencial que se hace presencia, el Oriente fértil redivivo, un sabor a eternidad.

2016 L’homme approché

 

Breves montañas que son cuerpos; picachos que cabezas, senos que laderas por donde discurren formas de pasos silentes. Huellas, testimonios de antaño, de un tiempo anterior que muestra vitalidad y energía, como un grito sordo y exergónico; fragmentos misteriosos humanizados, coreografía para la geografía de la vida, un frenesí sosegado.

Esculturas y dibujos, que Anguera pone a transitar como en diálogo con el Giacometti más existencialista. La silla de Freud, desde la que se observa ese enigmático tango que se marcan la realidad y el sueño. El hombre marcha soledoso, cadencioso, tras una cometa que pretende jugar y que el viento le arrebata y la maneja.

Obras venales, que esperan una mirada singular, un espacio para enraizar. Piezas destinadas a acompañar un sentimiento, cuando la emoción aflora y se evidencia sin palabras, como un tangazo de Horacio Ferrer -siempre con un clavel en el ojal de la solapa-, como un clavel persa que crece entre la soledumbre.

Su lenguaje, el quinto tango, hecho de ritmo, personalidad, originalidad, presencia. Lo importante no es ser diferente, sino ser. Ser complementario en la pluralidad del arte. El arte es plural y se compone de infinitos micromundos que ahorman un cosmos cuajado de tiempo y presencia, que nunca dejar de ser contemporáneo. Aquí se ve a Heidegger, pero Anguera, probo, prefiere mentar su intuición, amando sin poder definir el amor.

Decir Anguera es mencionar el paisaje, la verticalidad de lo horizontal, la figuración de una naturaleza que se pliega a ser humanizada, la plenitud de la planitud, lo ascensional. ¿Por qué no recordar a El Greco? Anguera se identifica con el horizonte, con la gran llanura, con el camino de la esperanza, con el ascetismo, pero subiendo. Por eso tiene que experimentar La Mancha, inmenso espacio sin curvas, pasear por donde lo hicieren El Quijote, Cervantes, Azorín o Víctor de la Serna. Y Toledo, al entrelubricán, cuando el ruido deja paso a la pulcritud del abandono de la multitud y luce el joyel de sus misterios.

De la presencia y el lugar, la separación 1996

 

Cuando se descubre la obra de Anguera, surge un tango que nunca deja de bailarse. Se amarra uno a un deseo, que gira y se contorsiona sin descomponerse. Pareciera un ejercicio de golpes secos, pero es un dechado de armonía, de ductilidad, de sentimientos como una milonga de Eladia Blázquez, “si no me marra la cuenta”.

La escultura esencial, texto de Juan Manuel Bonet para esta exhibición es el sexto tango. Tango muy “agarrao” que danzan el poeta e historiador del arte y el escultor y que debiera ser recogido en libro. Por su intensidad, su belleza, por enseñar deleitando, por historiar y hacer crítica de arte a un tiempo, por poetizar y posibilitar la visibilidad de lo invisible. Por hablar del perfume de un arte, utilizando su propio aroma.

Bonet conoce bien la obra de Anguera y su entramado familiar. Aquí parte de la toma de posesión, numerario de la Academia de Bellas Artes de Francia, historiando sus relaciones con autores españoles o de ascendencia hispana; analiza el hurmiento angueriano; revisa la trayectoria de su madre, Pierrette Gargallo y deja constancia de la luminaria de su abuelo, Gargallo, que transitó del noucentisme al cubismo, derrochando gracia en sus terracotas, ternura en esas máscaras vanguardistas de cobre repujado.

Jean Anguera e Laure de Ribier

 

Y el séptimo tango es la progresión del mismo Jean Anguera, París 1953, que partiendo de un estado evidente de timidez arma una estructura emocional para la escultura moderna, enraizada en el mundo de la antigüedad, en aquel amanecer glorioso de las culturas mesopotámicas.

Tras estudiar Arquitectura, que no ha ejercido, y escultura con César, comienza a exponer en 1977, y, sin prisa, pone las bases de una obra profunda, existencial, misteriosa y germinal. Las obras actuales son de bronce, pero cuando le conocí estaba más tentado por la resina y otros materiales. Una estética que formaliza sus conceptos de hombre solitario en la vastedad del mundo, como una imagen virgiliana traducida al piano más místico de Erik Satie.

Anguera ha realizado numerosas individuales en capitales de Francia y España y obtenido distintos premios, entre ellos el de Simone y Cino del Duca. Hoy preside la Academie de Beaux Arts y tiene responsabilidad respecto a las instituciones artísticas francesas en Italia y España, pero su reto sigue siendo la escultura como eje de cultura; su idiolecto, originario y genuino, en el que consigna que el hombre es naturaleza y, en consecuencia, que la naturaleza jamás es ajena al hombre. Aquí se funden el alma, el espíritu y la materia como el oro en el crisol.

                                                                                                                   Tomás Paredes

                                                                                   Presidente de Honor de AICA Spain

 

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